Un muerto en el puente Tolbiac by Carlos Poveda

Un muerto en el puente Tolbiac by Carlos Poveda

autor:Carlos Poveda [Poveda, Carlos]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 2017-04-24T04:00:00+00:00


22

Huéspedes de la Santé

Después de once días, los muros de La Santé continuaban siendo amedrentadores. La primera vez que Ulises cruzó la puerta del patio, sintió que el mundo se le caía encima; incluso él, que encontraba divertidas las adversidades y se preciaba de ver la botella medio llena, tuvo que reconocer que aquella caldera a presión, sucia y oscura, cargada de odios y miedos, quebraba el ánimo del más valiente. Aunque, mirándolo con perspectiva, no podía quejarse de su suerte de primerizo. Aquel día, nada más traspasar el umbral, uno de los reclusos le empujó sin motivo.

—Muévete, tizón —le gruñó. Le faltaban algunos dientes y tenía una piel apergaminada que hacía imposible calcular su edad.

—Usted disculpe, caballero —le respondió Ulises, con una inconfundible carga de ironía.

La guasa caribeña era un ave desconocida en aquel zoológico, donde las palabras que no se entendían se consideraban un agravio. El desdentado se detuvo en seco y se dio la vuelta, con ganas de camorra. Un compañero suyo, igual de malencarado, se colocó a su lado, dispuesto a respaldarle en la reyerta. A su alrededor se formó un imperceptible corro que contemplaba la escena con interés: siempre resultaba interesante conocer la fuerza de los recién llegados.

—Ándate con ojo, negro, que vas a tener un disgusto.

Ulises, como si la cosa no fuese con él, sonrió con esos dientes blancos que eran marfil puro. Él mismo se sorprendió de su sangre fría: normalmente, cuando le llamaban negro con tanto desprecio, se lo llevaban los demonios. Naturalmente que lo era, todos los días se miraba en el espejo y los chiquillos solían recordárselo en la calle, pero eso no le daba derecho a nadie a convertir el color de su piel en un insulto. Con cierta desgana y mucha pena, sacó del bolsillo su mayor tesoro, una nuez que había conservado milagrosamente, y la sujetó en la mano a la vista de sus oponentes. Sin decir nada, sin que se reflejara en su cara el menor esfuerzo, la apretó hasta convertirla en polvo.

—Oye, tú —le llamó un tercer presidiario al que custodiaban cuatro torres más grandes que el propio Ulises—, ya has probado que eres un tipo duro. Ahora vente al rincón y quédate tranquilo, ¿estamos?

—Estamos —aceptó.

—Y vosotros, aire —les dijo al desdentado y su compinche.

Ulises estudió a aquel recluso que tanto respeto inspiraba en los demás presos. Era un poco más bajo que él, robusto y de nariz estrafalaria, y tenía el pelo sucio y apelmazado como una peluca hecha de esparto. Sobre el ojo izquierdo, de la ceja a la mejilla, una cicatriz antigua convertía en milagroso que conservase la visión. Estaba claro que era el dueño del patio: los prisioneros se apartaban a su paso y bajaban la vista, sumisos, para no retarle.

—¿Cómo te llamas?

—Ulises de Guevara.

—¿Español?

—Y cubano.

—No tengo nada contra los cubanos. —Le miró fijamente.

—Pues entonces sólo tiene contra la mí la mitad de nada.

—¿Por qué estás aquí?

—No lo sé, no me han llevado aún ante el juez.

El presidiario le miró con redoblado interés.



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